Tarde de domingo

La indiferencia suele ser demoledora, y abre de par en par la puerta a la soledad. Es arrogante y cruel y oculta sentimientos con su frialdad emocional.

Por muy poco que esperemos de los demás, siempre confiamos que las personas que nos rodean reaccionen de alguna forma ante nuestros sentimientos. Cuando no lo hacen nos volvemos vulnerables.

Se quitó la corona de espinas y se desclavó de la cruz. Era domingo, un domingo especial, porque España se jugaba el Mundial. Salió de la iglesia y caminó entre el bullicio de la tarde, que se teñía de rojo y amarillo. Nadie lo reconoció.
En la parada del autobús, vio a un mendigo que pedía limosna con la mirada. Vio a un hombre rudo que lo ignoraba con desdén. Vio a una mujer que lo miraba con asco, mientras se retocaba el carmín de sus labios. Vio a una señora bondadosa que buscó unas monedas en su bolso. Las encontró, las apretó en su puño y luego dijo en voz baja:

—Lo siento. No tengo nada que darle.

Él les lanzó una mirada de reproche y frunció el ceño, esperando alguna reacción. Pero nadie lo vio.
Siguió caminando, pensando que quizá encontraría algún lazo afectivo con alguien que le recordara quién era. Pero la gente con la que se cruzaba solo tenía prisa por llegar al televisor.
Regresó a la iglesia. Se subió a la cruz. Solo había sido un paseante más, al fin y al cabo.
A lo lejos, escuchó el estruendo de los fuegos artificiales que anunciaban que España había ganado el Mundial.


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